A veces las
rutas más inhóspitas, nos llevan a los mejores lugares, antes solía irme lejos,
donde quizás nadie me podría encontrar, aunque si me pongo a pensar no era tan
lejos, la distancia no importaba, lo importante era abastecer mi alma viajera
con caminos y señales de kilómetros escondidos, un amor lejano y algún animal
raro, todo eso era parte de un carnaval hermoso, siempre me sentí anormal en ese sentido, de chico no viajaba
mucho, aunque recuerdo algún que otro viaje con la familia, contábamos autos
hasta el cansancio y nos asombrábamos de diferentes paisajes.
Teníamos un
viejo sedan, ya casi que no recuerdo el modelo, mi mente lo sabe pero es tan
terca que no quiere recordarlo, sabemos que era blanco, perdón dije sabemos
porque a veces hablo como si con la mente fuéramos dos, volviendo un poco al
auto, era un placer verlo rodar, saber que el viejo modelo llegaba era todo un
triunfo;
uno de los más gratos recuerdos que tengo fue
de muy chico, viajábamos de noche y mi
viejo estaba un poco cansado, decidió frenar en una cafetería como un lugar de
camioneros, imaginen como me sentía yo, era toda una hazaña viajera estar al
lado de los mayores ruteros de la historia, tipos con barba que tienen millones
de historias para contar o al menos mi niñez se imaginaba eso, uno cuando es
niño desvirtúa toda realidad a un entorno más místico, bueno para mi ellos eran
los dioses de la ruta, creo y ahora relatando esto, que mi amor por los viajes
y las escapadas, pueden venir de ese
recuerdo;
bueno
imaginen un poco, era tan de noche que apenas se vislumbraba la cafetería, era
una especie de vieja casona, con pocas ventanas, una luz afuera llena de
mosquitos, se prendía y se apagaba, quizás algún cortocircuito, el lamparón era
metalizado, como si arriba de la luz tenía un plato de camping.
Mi viejo nos
fue a buscar comida, no quería que nos acercáramos, quizás porque no tenía
buena pinta o no sé, mi viejo era medio asqueroso con algunos lugares, nos
quedamos alrededor del auto en un terreno de tierra, sin siquiera saber que
estaba pasando o porque parábamos, nos pusimos a jugar, ver los diferentes
insectos, buscar cosas en la tierra, nose porque, uno cuando es chico tiene la
manía de buscar cosas, como si fuéramos arqueólogos, o exploradores, así somos;
ya ni recuerdo a donde nos dirigíamos, pero lo importante no era donde, sino
viajar.
Crecí sin
esa parte aventurera, pero con el paso del tiempo, la fui amasando, puliendo
como si la pudiera incorporar a mi estilo de vida, tuve varios viajes en mi
vida, en auto en tren cualquier transporte sirve a la hora de escapar, a la
hora de salir de lo habitual, lo cotidiano, cortar un poco la brecha de
sentirse tan nada a ser un todo en algún lugar, creo y quizás divago un poco
pero estar en una pradera donde miras hacia el horizonte y no ves el final de
ella, donde ves pájaros revolotear, que acechan con su vuelo magistral, algo
que debe estar por ahí, es algo único, inexplicable, imaginar que dentro de esa
pradera hay un mundo que no me conoce, que ni sabe de mi existencia es incomprensible, pero parte de eso es viajar, no comprender,
no tratar de explicar, sino dejarse llevar por el ambiente.
Me encanta
por ejemplo recorrer viejos pueblos, de esos casi fantasmales, calles pequeñas,
casas grandes, deterioradas por el paso de los años, almacenes de barrio que no
pierden el glamour de viejos tiempos, los herreros viejos empedernidos
mutilando el acero al a vieja usanza, me encanta caminar por calles arenosas,
cruzarme con el panadero y su canasta de mimbre recorriendo el barrio saludando
a gusto a paciere a todos los vecinos, las postales de esos pueblos son sus
viejas estaciones abandonadas pero en perfectas condiciones, como si el tiempo
hubiera frenado justo cuando se inauguró, nada cambias solo se anejan las vías
en desuso, pero su estructura vislumbra la calidez de su época. La otra postal
es la gente, vecinos tomando mate, saludando con la pava en mano, una reposera
empotrada en un hall que habla por sí sola, es una bienvenida al pasado, donde
todo se vivía así de simple, con un mate, una pava, una reposera y un saludo
acogedor.
Los viajes
tienen un poco de todo, un poco de pasado, un poco de anhelos, y un poco de
aprendizaje, es aprender que la vida puede ser tan simple y a tan pocos kilómetros
de tu mundo, de tu espacio. Asombra sentirte tan ajeno a eso y a su vez tan
bienvenido, las rutas son la escalera natural a un piso desconocido, un piso
que puede asombrarte de tal forma que te enamoras al instante de sus colores pálidos
y sus estructuras avejentadas. A la vuelta de cada viaje recordaras que hay
una vida simple, imperfecta y que no
todo es tan cotidiano, que lo asombroso está a la vuelta de ciudad.